¿A quién no le han regalado un álbum y un par de sobres de cromos a la entrada del cole? A mi si, y lo consideraba el tesoro más valioso del mundo mundial. Forma parte de una vieja estrategia de marketing llamada Sampling. No es más que dar una muestra gratis al potencial comprador, para que este la pruebe y se enganche al producto. Potencial que alguna vez se convierte en comprador, mediante pagando el álbum y sobres iniciales, toda la colección, y un taco interminable de “repes”. Como padre me pregunto por qué darle dinero a un hijo, si lo va a malgastar en unas cartas que perderán su valor en meses.
Pues ahora resulta que el mercado se ha centrado en un par de colecciones, que se repiten año tras año. Y las demás no se comen ni lo que a veces cuelga de la nariz. No les hace falta poner a un par de chavales a la entrada del cole, los “mayores” van transmitiendo el gusanillo a los más peques. La rueda no para año tras año de girar, hasta que cambian los cromos por la consola. El departamento de marketing ya hizo su trabajo y está de vacaciones perpetuas.
Con el fin de maximizar mi colección, desarrollé un sistema infalible para recoger más sobres gratis. Iba al cole una hora antes de que abrieran las clases por la tarde, para jugar a basket. Si sonaba la flauta y toda la orquesta ese día daban cromos. Iba entrando y saliendo por las 4 puertas de acceso del cole para recibir mi premio de cada uno de los repartidores-porteros.
Con esto conseguía el tacazo, y con suerte un par de cromos de los “difíciles”. Pegaba todo lo que tenía en el álbum e intentaba cambiar los repes por los huecos. Con el tiempo aprendía que los repes son solo un lastre que quitarse de encima. Eso si, siempre había algún compi que cambiaban mi tacazo por un preciado “de los difíciles”.
Mis compañeros no paraban de comprar sobres de cromos en la panadería, mientras yo seguía dedicando mi paga a mi bolsa de pipas Facundo. Las mejores y casi únicas que no tenían una capa de sal pegada. ¡Qué buenas estaban! No iba a dejar este mundo sin probarlas cada Domingo.
Pasadas unas jornadas mi proveedor de cromos desaparecía, el movimiento de trueque se estancaba. Acababa tirando álbum, cromos e ilusión a la basura para volver a llevar mi balón de basket cada tarde de camino al cole.
Ahora mi hijo se ha aficionado a la colección de cartas Pokemon, afición heredada de los mayores del cole que para él son los prescriptores de compra. Tiene paga semanal para comprar cromos y permiso para llevar los repes al cole los Viernes y cambiar con sus compañeros. Lo “bueno” para él es que la colección, como su ilusión, no se acaba nunca, van sacando nuevos cromos cada vez que va a la tienda.
Ya los cromos no se pegan, son cartas con cualidades de “ataque-defensa” con las que puedes competir con un oponente. Siempre le pico para ver si echamos una partida, sea como sea que se juegue a eso, pero él me da siempre largas. Lo único que quiere es coleccionar, cuantos más mejor.
Los cromos son y serán siempre trozos de cartón y plástico que coleccionar. Siempre habrá alguno que aparece poco, objeto de codicia de todo buen coleccionista. Eso si, mi hijo ha encontrado la manera de mantener la ilusión en el tiempo, a costa de unos cuantos €. Y de paso aprende el arte del trueque. Pero, ¿para qué darle dinero a un hijo si no es para intercambiarlo por ilusión y conocimientos mercantiles?