Tenía hace años un compañero de trabajo que veía una vez al mes. Cuando nos volvíamos a ver se cuadraba delante mío, me cogía la mano para acortar distancias e intentar abarcarme con un abrazo. Tras unos buenos golpes en la espaldas después me preguntaba con solemnidad aquello de – ¿Cómo estás?- . Yo respiraba hondo, y haciendo honor a la parafernalia le respondía con detalle cómo me encontraba. A lo que el respondía, – Bien, nos me alegro – y se marchaba a por otro compi. Yo me quedaba planchado. Si me lo preguntas, por qué te marchas, pensaba para mis adentros con cada fin de salutación. Luego durante la semana que estábamos juntos ni me dirigía la palabra.   

Está claro, yo no entiendo de “formas”, pero hay personas que han hecho de sonreír un arte, y de quedar bien una forma de vida. Luego estamos los demás, que aunque sonriamos se nos ve a la legua cuando  no estamos contentos. Fíjense en la sonrisa del creador de Facebok al responder sobre problemas de privacidad en su plataforma

En casa me enseñaron desde pequeño a ir de frente, sin rodeos. También me enseñaron que lo importante era el fondo, no la forma. Los años han ido pasando, y estas lecciones pasaron a formar parte de mi ADN. Tanto es así, que odio a las personas que no las aplican mientras yo las llevo grabadas en mis huesos. Y odio más a las personas que dedican todos sus recursos a “quedar bien”, a costa de ahorrarse esfuerzos por arreglar los problemas.

Como consecuencia de este credo me he ido rodeando de personas que van de frente, quedando a un mundo los que usan “más maquillaje personal”. Os podéis imaginar que mi círculo de amistades no es muy amplio. 

Pero las lecciones de mis padres no se quedaron ahí. Mi madre me decía también “La mujer del César además de ser honesta, debe parecerlo”. Eso no lo entendía, cateto de mi. Si es la mujer del César, y es honesta, no necesita parecerlo. Con serlo basta. Esa lección no la compré.

El reloj de arena de mi vida llega ahora a la teórica mitad, y mi círculo de amigos sigue fiel a mi lado. Pero he perdido por el camino un entorno laboral, con a priori menos granos de arena en el reloj vital que yo, y con el que nunca he compartido valores. Me explico:

  • Cuando pido a un compañero ayuda, doy más prioridad al resultado de la petición que a la relación en sí. Así es que mis compañeros se escudan en procedimientos y cargas de trabajo altas para ponerse de lado y olvidar la petición.
  • Cuando me vienen a pedir algo, llaman a filas a los valores laborales de compartir información entre compañeros y ayudarnos en lo posible. ¿Cómo negarme a eso con mi credo?
  • Mis jefes me achacan que no respeto su opinión cuando discutimos sobre los problemas del día a día. Vamos, que no respeto los galones. Será que para mi es más importante el mensaje que el mensajero.

Con esta experiencia analizada he trazado el siguiente plan de acciónplan de acción;

  1. Seguir valorando a las personas por lo que hacen, sin penalizar por lo bien o mal que quieran quedar. 
  2. Huir de la confrontación por tener razón, para convertirme en el tonto de la reunión.
  3. Valorar la importancia de una relación de respeto mutuo con los compañeros, por encima de los resultados individuales de cada contacto. No dotar a cada tarea de trabajo el rango de guerra, a vida o muerte. 

Sé que me va a costar tiempo y sudor cambiar mis credos y sobre todo mis actitudes, pero si quiero sobrevivir en este entorno laboral no me queda otra que amoldarme. Al fin y al cabo, puedo seguir siendo el mismo y aprender a la vez «El arte de quedar bien».

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